La evolución impositiva de los últimos quince años en Chile ha tenido sólo una dirección: aumento de impuestos. Reconocemos que un país que crece, requiere cada vez más gasto del gobierno. También sabemos que el bajo gasto social realizado hasta fines de los 80 tuvo que ser aumentado y la exigua inversión estatal en obras públicas de infraestructura, incrementada. “Herencias” del gobierno militar.
Hasta aquí, todo bien. Se ha aumentado la carga impositiva de personas y empresas para disminuir la pobreza, mejorar la salud y la educación. También para tener una infraestructura vial digna de un país en desarrollo.
Lamentablemente nuestras autoridades no sólo mantienen su discurso de aumento de impuestos sino que lo intensifica. Al alza del IVA (del 16% al 18% primero y luego del 18% al 19%) y aumento de impuestos a las utilidades de las empresas (del 15% al 16.5% y eliminación de la exención por reinversión) se suma ahora el royalty a la minería. Si bien este último impuesto tiene asidero técnico ya que las mineras extranjeras no pagan impuestos por explotar un recurso no renovable, la realidad es que el ejecutivo parece no reconocer el timing necesario para el debate tributario. Es muy distinto discutir nuevos impuestos en un país bullante (que crece con una tasa superior al 6% y tiene una tasa de inversión del 27% del PIB) que en uno deprimido económicamente (con crecimiento un poco sobre 0% y con tasa de inversión rondando el 20% del PIB).
Comentario aparte merece la eficiencia en el empleo de recursos.
A esto se suma un hecho nunca publicitado. Sabemos del endeudamiento por déficit presupuestario de organismos del estado con sus proveedores. Las municipalidades del país bordean los $89.000.000.000, los hospitales y obras pública , otro tanto. Tenemos, entonces, hospitales que deben insumos, municipios que deben servicios básicos y previsiones sociales de sus empleados, ministerios que deben a sus contratistas, etc.
En definitiva, el sector público le debe al sector privado el pago de bienes y servicios ya prestados. Esto lleva a pequeñas, grandes y medianas empresas a pagar costos financieros para soportar la morosidad del estado. Si los dueños de las empresas son, en definitiva, las personas, es claro que estamos subsidiando al estado. El fisco no paga intereses por las morosidades que mantiene con sus proveedores. Los pagan los proveedores.
¿Están las empresas y por ende las personas pagando otro impuesto? ¿Esta el fisco recortando las utilidades del sector privado? Evidentemente si. Estamos entonces subsidiando al estado. El mundo al revés.
A diario nos damos cuenta del interés del gobierno por aumentar tributos. A diario nos damos cuenta de los gastos adicionales que nos implica soportar los plazos de pago de entidades públicas. A diario vemos el drama de pequeñas y medianas empresas que no soportaron la carga crediticia que les exigía su más importante cliente y sucumbieron.
No es incorrecto entonces pedirles a nuestros gobernantes que analicen bien el momento en el tiempo en el cual plantean sus requerimientos impositivos. Estos no son esencialmente buenos ni malos, sino que dependen de la coyuntura económica, social, política y cultural que vive una nación.